Esta mañana dejé un par de flores en el quicio de tu ventana,
cogidas, las dos, entrilladas, con la piedra de un mechero amarillo,
supuse que, para cuando las vieras, los pétalos ya se habrían caído
y no quedaría de ellas, apenas, nada.
Llamé a tu cristal de manera ligera, estarías durmiendo,
era temprano, me alejé casi corriendo, como quien hace algo malo
y, sin embargo, aunque no puedas entenderlo,
tenía la angustiosa sensación de que, realmente, lo había hecho.
Siguiendo mi camino me alejé andando en la mañana,
estaba cansado, mi boca estaba llena de tierra y olía a campo,
mi ropa hedía a alcohol como apestaría la ropa de un borracho
y me fui recordando vívidamente el sabor de unas buenas tostadas.
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