Una voz en mi cabeza
   
 
  Cáncer 22, la hipocresía -- 7 de diciembre de 2009

El día que me muera
lo sabré por sus ojos
que estarán hinchados
y sucios
y tendrán puesta la mirada
de quien es obligado a estar
lejos de un ser querido
que debería estar muy cerca...

ni siquiera diré adiós
daré la vuelta y montaré mi coche rojo
y volaré hacia el horizonte sin apenas
tocar el asfalto,
engordaré y perderé el pelo
y nunca más pisaré una de esas asquerosas celdas
que los cosmopolitas llaman parques
y que solo sirven de reunión para fracasados
y bebedores, que ignoran que este mundo
enjaulado no siempre fue nuestro

tendré un trabajo importante,
fumaré puros cada vez que cierre un contrato
y tendré un despacho enorme
donde pueda encerrarme con un par de putas
o pueda dar un largo trago,
doble,
seco,
si que se entere nadie

después volveré a mi casa
cercada por una verja blanca
y una caseta de perro
coronando la entrada
para que asuste a los extraños
y a los conocidos
como haría una persona importante

allí me esperará mi mujer,
y también mis hijos si la vida
ha sido lo bastante injusta
como para no dejarme estéril,
hijos altos rubios y sanos,
duramente educados para que sean
los mejores en todo
obligados a esforzarse
mucho más de lo que necesitan,
inteligentes, tranquilos,
e infelices como ellos solos

por la noche pegaré a mi mujer
con un amor y un cariño sordos y cálidos
por cualquier razón, no importa,
quizás porque no me gustó la cena
o porque me venzca el odio,
después me la follaré
y gritaré
un nombre que no es el suyo
mientras llora,
ya le pediré perdón en la mañana
con un café y un beso
y, en el fondo de su alma,
sé que ella encontrará la excusa
con la que perdonarme,

prepararé barbacoas y reuniones
con todas esa gente
a la que detesto
y me repugna
con el noble propósito de sacarles
hasta el último céntimo de euro
de sus bolsillos
y sus cuentas bancarias

con lo años
se me pudrirán los pulmones
y la próstata
y el hígado
y viviré con más dolor del que pueda imaginar
y mis afeitados ya no serán tan pulcros
ni será tan fuerte
mi estrechar de manos
olvidaré pronto lo que acabo de ver en la tele
y me resignaré observando
como mi hijo pega a su mujer
y mi hija se vuelve una desconocida anodida
que no me felicita por mi cumpleaños
y no viene a pasar a casa la navidad

mi mujer morirá,
y me veré hacinado en una casa sola y vacía,
con una mirada escurridiza y pobre
que hace tiempo he dejado de adornar
con anchas lentillas azules,
los vecinos me verán cojear por la calle
y dirán:
“maldito hijo de puta, lo merecía”
y mis días pasarán lentos y vacíos
uno amontonado dentro de otro

y llegará el día de mi segunda muerte
llegará el día en que los cánceres se coman
hasta la última célula sana
de mi cuerpo
y me enterrarán
[aunque yo siempre quise ser incinerado]
como una silenciosa venganza
de último momento

mucha gente irá a despedirme,
algunos comentarán
“era buena persona”,
no me conocían,
mis hijos, no llorarán,
a mi no me importa,
siempre supe que pasaría,

aunque,

por un momento reconoceré a una señora,
si, tiene que ser ella,
que, desde arriba,
me estará fijamente mirando,
será ella,
tomando mi mano,
notaré sus lágrimas calientes
caer en mis mejillas
sabré que solo ha venido a decirme el adiós
que no pudo decirme aquel día

se irá, estará arrugada, estará encorvada,
estará vieja,
y le faltarán dientes,
y olerá mal,
y será la mujer más hermosa que jamás pensé
que recordaría,
querré levantarme,
correr tras ella,
en el tiempo,
pero será tarde,
ya estarán bajando la tapa

“requiescat in pacem, cabrón,”
dirá, escupiéndole a mi lápida

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